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sábado, 10 de septiembre de 2011

Una fábrica de monstruos educadisimos - Jose Luis Martin Descalzo

Una fábrica de monstruos educadísimos

Estoy –me escribe un muchacho- hasta las narices de la educación de palo y del miedo. Para mí, la educación que carece de lo esencial no es educación, sino un sistema de esclavos. Si la educación no sirve para ayudarnos a ser libres y personas felices, que se vaya al carajo.

Con su aire de pataleta infantil, este muchacho tiene muchísima razón. Y es evidente que algo no funciona en la educación que suele darse cuando tanta gente abomina de ella.

Hay en mi vida algo que difícilmente olvidaré. En 1.948, siendo yo casi un chiquillo, tuve la fortuna-desgracia de visitar el campo de concentración de Dachau. Entonces apenas se hablaba de esos campos, que acabaran “descubriéndose”, recién finalizada la guerra mundial. Ahora todos los hemos vistos en mil películas de cine y televisión. Pero en aquellos tiempos un descubrimiento de aquella categoría podía destrozar los nervios de un muchacho.

Estuve, efectivamente, varios días sin poder dormir. Pero más que todos aquellos horrores me impresionó algo que por aquellos días leí, escrito por una antigua residente del campo, maestra de escuela. Comentaba que aquellas cámaras de gas habían sido construidas por ingenieros especialistas. Que las inyecciones letales las ponían médicos o enfermeras titulados. Que niños recién nacidos eran asfixiados por asistentes sanitarias capacitadas. Que mujeres y niños habían sido fusilados por gentes con estudios, por doctores y licenciados. Y concluía: “Desde que me di cuenta de esto sospecho de la educación que estamos impartiendo”.

Efectivamente hechos como los campos de concentración y otros muchos hechos que siguen produciéndose obligan a pensar que la educación no hace descender los grados de barbarie de la humanidad. Que pueden existir monstruos educadísimos. Que un título ni garantiza la felicidad del que lo posee ni la piedad de sus actos. Que no es verdad que la barbarie sea hermana gemela de la incultura. Que la cultura sin bondad puede engendrar otro tipo de monstruosidad más refinada, pero no por ello menos monstruosa. Y tal vez más.

¿Estoy con ello, defendiendo la incultura, incitando a los muchachos a dejar sus estudios, diciéndoles que no pierdan su tiempo en una carrera? ¡Dios me libre! Pero si estoy diciéndoles que me sigue asombrando que en los años escolares se enseña a los niños y a los jóvenes todo menos lo esencial: el arte de ser felices, la asignatura de amarse y respetarse los unos a los otros, la carrera de asumir el dolor y no tenerle miedo a la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida llena de vida.

No tengo nada contra las matemáticas ni contra el griego. Pero ¡qué maravilla si los profesores que trataron de metérmelos en la cabeza (para que a estas alturas se me haya olvidado el noventa y nueve por ciento de lo que aprendí), me hubieran también hablado de sus vidas, de sus esperanzas, de lo que a ellos les había ido enseñando el tiempo y el dolor! ¡Qué milagro si mis maestros hubieran abierto ante el niño que yo era sus almas y no sólo sus libros!

Me asombro hoy pensando que, salvo rarísimas excepciones, nunca supe nada de mis profesores. ¿Quiénes eran? ¿Cómo eran? ¿Cuáles eran sus ilusiones, sus fracasos, sus esperanzas? Jamás me abrieron sus almas. Aquello “hubiera sido pérdida de tiempo”. ¡Ellos tenían que explicarme los quebrados, que seguramente les parecía infinitamente más importante!

Y así es como resulta que las cosas verdaderamente esenciales uno tiene que irlas aprendiendo de afuera, como robadas.

Y yo ya sé que, al final, “cada uno tiene que pagar el precio de su propio amor” –como decía un personaje de Diego Fabri- y que las cosas esenciales son imposibles de enseñar, porque han de aprenderse con las propias uñas, pero no hubiera sido malo que, al menos, no nos hubieran querido meter en la cabeza que lo esencial era lo que nos enseñaban. De nada sirve tener un título médico, de abogado, de cura o de ingeniero, si uno siendo egoísta, si luego te quiebras ante el primer dolor; si eres esclavo del qué dirán o de la obsesión por el prestigio, si crees que se puede caminar sobre el mundo pisando a los demás.

Al final siempre es lo mismo; al mundo le ha crecido, como una inflamación, la imagen del progreso y de la ciencia intelectual, y sigue subdesarrollado en su rostro moral y ético. Y la clave puede estar en esa educación que olvida lo esencial y que luego se maravilla cuando los muchachos la mandan al carajo.

José Luís Martín Descalzo

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